martes, 3 de noviembre de 2009

Siempre habitarás mis sueños


A menudo vemos la vida como una línea recta que va avanzando hacia algo que no queremos nombrar porque nos da miedo.
Los días suceden a los meses y los años se van hilvanando por acontecimientos que van trazando el tejido de nuestra historia personal.
Hasta que el choque de una ruptura, de una pérdida nos precipita por los pasadizos de esa vida invisible, circular, que va imitando las formas de la naturaleza y crece simultanea, paralela a los hechos, multiplicadora como las alas de las mariposas produciendo maremotos en las aguas tranquilas donde flota nuestra rutina.
Cuando sobrevivimos a estos naufragios, la vida pierde definitivamente su trazado lógico y rectilíneo, y se vuelve una elipse por la que nos movemos, a principio a tientas, luego cada vez mas ágiles.

En esta nueva cartografía de la vida necesitamos mapas y brújulas así como nos es útil a veces el testimonio de exploradores que nos precedieron.

Que el relato que sigue sirva de cartografía provisional para los corazones heridos y de brújula hacia ese otro mundo al que nos acercamos por aproximaciones, a veces gozosas, a veces dolientes.


AMOR

Preludio

El color avellana de tus ojos me aspiró y ya no pude ver nada. Luego, desde el fondo, oí tu voz en un baile de palabras: “Guárdalo bien, no lo vayas a perder”
Me empezó a quemar en la mano, como un tizón.
En mi mente ardió la urgencia por encontrar una caja fuerte donde albergar lo único importante en caso de naufragio. Solo por unas horas.
La vena, sintiendo el vacío, se agitó y la sangre palpitó inquieta. El corazón se dilató todavía más y la sombra empezó, lenta e inexorable, a cubrir el paraíso.
Abrí el monedero y lo metí allí, pasajero clandestino entre las monedas de euro.

Vinieron, por fin, a buscarte.
Separado de mis brazos, te fuiste por el pasillo sembrando de besos el espacio.
Cobarde y exhausta, me escapé de ese lugar sin ti para olvidar las largas horas en las que tu corazón estaría en otras manos.

Era uno de esos tantos días de estación impronunciable, un principio abortado de verano, mojado y traidor, con juegos olímpicos en Londres y atentados. Mi hermano Jorge había venido desde otra ciudad para distraer las horas huérfanas de tu presencia.
Unos rayos inesperados nos precipitaron a la luz.

Explícame, vida mía, como llenar un siglo de espera, los relojes convulsos dilatados, lo que amaste y odiaste a la vista de extraños, la mesa repleta de nombres que se escapan, fluidos como un liquido rojo que se parece a la sangre.

Acción. “Vamos a la ciudad”, me oí decir.

viernes de rebajas. Yo buscaba flores y colores para acariciar tus ojos durante las largas horas del tiempo del después. Entré. Mucha gente, muchas manos, empujones. Dentro, un remolino con tu rostro dando vueltas, en el centro. Ebria de prisa para que discurriera ese tiempo a corazón abierto, me entregué al juego devastador.


Premonición

Entonces pasó.

Torbellino de llamadas para evitar la hemorragia del dinero de plástico, confusión y denuncia. De pronto alguien lanzó la pregunta: “¿Algo mas en el interior?”. Me volví a ver, en un relámpago cegador, metiéndolo dentro.
Sentí el aliento fétido de la sombra rozándome la boca, como si me quisiera besar.

Cuando me di cuenta de que había desaparecido a la misma hora en que todos tus secretos revoloteaban por el aire aséptico del quirófano, me eché a temblar. Y en la atmósfera eléctrica del sótano en el que mi conciencia mareada acababa de ser sacudida por el recuerdo, negras mariposas se posaron en mi memoria y me avisaron del desastre.

La sombra siguió progresando inexorablemente sobre el mundo. Los perfiles de las cosas, los lugares, los colores, todo se iba desvaneciendo. La espera, blanca, inmensa, se lo tragaba todo con su hambre de siglos, sedienta de corazones rotos.

Luego, de vuelta, con la huella de la sombra ya en el alma, cuantos pasos di por esa sala sin nada, sin saber, sin sentir, tragando y vomitando angustia, repitiéndome sin cese que nuestro amor te salvaría de todos los fracasos. La sombra me oía y se reía.

A no sé qué hora, pero tarde, terriblemente tarde, te trajeron, antes isla exuberante y ahora islote disminuido en un océano de maquinas por cuyos tubos entraba a duras penas la vida.
Hipnotizada, no podía apartar los ojos de ti. Tu palidez anunciaba el cataclismo.
“Todo ira bien”, me decían, y mi conciencia adormecida compraba con avidez sus pólizas baratas de seguro de vida.
“Ahora tiene que marcharse a casa”.
¿A casa?
Nuestra casa era el hueco que tus brazos abrían para que cada línea de mi cuerpo esposara al tuyo formando juntos un universo invencible, una galaxia con leyes propias en la que miles de astros nacían y se desintegraban cada noche. Una Vía Láctea sin agujeros negros ni satélites curiosos, virgen en su misterio, preñada de luz.
No recuerdo como llegué ni como sobreviví a esa noche en el desierto.
Me aferraba a cada “tranquilícese, esta bien” telefónico como un hambriento a su mendrugo de pan.


Presente

Al día siguiente vuelvo al hospital. Estás. Me tranquilizo: eres el mismo. Te impacientas, tienes sed, quieres hablar, beber. Protestas.
Intento concentrarme solo en tus ojos y olvidar a mi rival: ese traje de tubos hostil a los abrazos por el que te inyectan la supervivencia. Te quito las palabras de la boca, no quiero que te canses ni que sepas todavía que habrá mas esperas, que el tiempo de la curación será para un después indefinido.
Te toco, te huelo, me aferro a la temperatura tibia de tu piel. Visto tu mano desnuda con la mía y mi anillo te toca para transmitirte la auténtica vida.

Pasan para decir que la visita ha terminado. No importa. Tenemos tiempo, todo el tiempo de un amor que dilata su pasión por el universo, horas dulces de convalecencia para estrenar tu nueva válvula entre mis brazos.
Los hospitales, sabes, son esos lugares blancos a los que vamos para curar a los que amamos.

“Vuelvo dentro de una hora. No te vayas, vida”. Me parece que sonríes viéndome marchar.
Sé que no puede pasarte nada malo: mi amor es tu gotero, tu válvula y tu trasplante si hace falta. La convalecencia será dulce en casa: tus cuadros contratados de enfermeros, el nuevo salón de piel de Italia, las flores que te esperan, el dibujo por terminar, tu próxima novela, tus proyectos de investigación. Mi creador incansable.
Descansa.
Tú y yo. Ambos. Dos en uno.
Romeo y Julieta. Los amantes de Teruel. Abelardo y Eloisa. Diego y Frida. Jeanne et Amadeo Modigliani.
Nosotros: amantes famosos con prueba y final feliz.

El calor de la tarde me sorprende. Observo a un grupo de turistas en una terraza con sol y bocadillos. Su charla me adormece.
Mientras tú te despides de todo, lo que amaste y lo que fuiste en un resplandor fugitivo de luz, yo me distraigo mojando la espera en un vaso de vino. Sin saber que ya te has ido, que me he quedado sola, para siempre con las ganas y la sed.
Vuelvo puntual para la cita de las cinco. No me dejan entrar.
Tres hombres vestidos de blanco salen, me miran y entonces sé.

El anillo, gritando su dolor desde el destierro, me anuncia la terrible verdad. Una nueva e imprevisible glaciación se abate sobre el mundo. Y la sombra se extiende victoriosa engullendo definitivamente el sistema solar que habíamos creado.
El mundo que fuimos los dos se me cae encima y un diluvio lo arrasa todo.

Los hospitales, mi vida llena, son esos lugares negros que nos devuelven a los que amamos muertos.


Final y principio

Creo que bebí litros de agua antes de pasar otra vez a la acción. Llamadas telefónicas, la terrible noticia paralizando mentes y calendarios, una marea de dolor solidario me distrae la espera mientras arreglan la jaula vacía para siempre de la que el pájaro escapó.
Acojo a los niños en un tremendo abrazo: ¿por qué a veces nos une la desdicha más que la felicidad?
Me quedé a tu lado durante horas, mirando tu rostro que tras la lucha y la derrota se iba cubriendo de una desconocida belleza. Despidiéndome de ese cuerpo que ya no eras. Cuando se quedo frío, entendí que ya no estabas, que tendría que buscarte de otra forma, con otro lenguaje, el del cuerpo no vale ya.

Hay gestos que matan para siempre, que arañan el alma y dejan cicatrices que nada puede borrar. Me veo todavía abriendo nuestro armario para elegir el traje que vestiría tu cadáver, descolgando de su percha la camisa verde que te regalé para el Día del Padre o leyendo atónita en el periódico “Le Soir” la esquela que anunciaba el desastre:

Franco Dante MENOZZI

Doctor en Bioquímica

Director de investigación del INSERM (Francia)

Director del equipo PORVENIR – INSERM
en el Instituto Pastor de Lille

Profesor en la Universidad de Mons – Hainaut

Miembro de la Sociedad de las Artes y de las Letras del Hainaut

Escritor y Pintor


La visión cruel del ataúd que también tuve que elegir aunque luego lo cubriera con los soles y estrellas de Miro, por eso, para no verlo.

Y cuando lo metieron en la tierra, lo cubrí de flores: ¿te acuerdas?

Hay otros rituales en cambio que sosiegan: reuniste a tus amigos, como lo habías planeado, el 14 de julio, en el jardín. Nunca estuviste mas presente entre nosotros.
Mi vida borrada, discreta, silenciosa, invisible ya.


Tiempo de después


Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Un tiempo herido y dividido, tuyo y mío.
No sé qué haces ni donde estas, pero me niego a pensar que tu existencia se reduce a ese cuerpo que esta dándose a la tierra, generoso.
Me gusta creerte viviendo en otros mundos que no puedo ni siquiera imaginar, libre de tu imagen en los espejos. Mirándonos solo a nosotros. Todavía si cabe más enamorado de la luz.

Mientras te escribo con la pluma que nunca supiste que ibas a regalarme, una pareja con niños pasea su felicidad por esas calles que dejaron de ser nuestras.
La casa en la que vivimos juntos sigue siendo el escenario gozoso en el que cuatro adolescentes crecen y comparten recuerdos y proyectos.

Las matemáticas fracasan en sus cálculos. Dos y tres son seis.
La vida se equivoca y se hace doble: una mujer de 45 años, viuda y sin cambio de sexo, es padre y madre.

Como si tu cuerpo, bajo la tierra usurpadora, retrasara el ciclo anual, marzo estrenó con nieve la primavera. Y ahora, a mediados de abril, el cerezo del jardín, contra toda costumbre, todavía no ha amanecido en flores.
La vida sigue, pero no es la misma, extraña, partida, amputado el sentir.
Las heridas no cicatrizan y la sangre, como la lluvia, lo empapa todo. Y todo se va volviendo monocromo rojo, un rojo de rosas que corren, no como la tuya que se quedó para siempre sangre quieta, seca y quieta.

¿Estarás cuando mi corazón definitivamente se canse de latir sin ti?

El mundo, para siempre, transformado.

Porque en cada gesto de ternura, en cada piel que acaricia, libre y generosa, a otra piel, nuestro amor fluye.

Y tu anillo robado, esté donde esté, brilla.

Aunque tu cuerpo volviera a alimentar la tierra y el mío se quedara aquí arriba, empachado de hambre y muerto de sed.

Franco y Pilar, dos nombres escritos, sin fecha, en una alianza de platino que espero alguien lleve y alimente.

Franco y Pilar, dos amantes para siempre entrelazados por el arte de un pintor desconocido.

El mundo, ahora, un dedo inmenso.

Metamorfosis de la Tierra en Saturno desposado por un anillo que es tan fuerte como la muerte.


Franco Dante Menozzi falleció el 9 de julio de 2005 a las cuatro y media de la tarde, como consecuencia de complicaciones acaecidas tras la intervención cardiaca de la víspera.

En el mismo momento en que el punto de sutura de la arteria pulmonar se soltaba, la cartera de su mujer desapareció del bolso. Dentro guardaba la alianza que él había tenido que quitarse antes de entrar al quirófano.

Dicen que en el dedo de la mano donde llevamos la alianza, una vena la une directamente con el corazón.

16 de enero de 2006

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